jueves, octubre 19, 2006

Lectura y soledad

Uno puede hacer el fuchi a un libro por diversas razones, estrictamente reducidas al objeto mismo:

Una letra pequeña representa un obstáculo para alguien con problemas de la vista; un diseño de la portada poco atractivo; ubicación física errónea del libro en un estante, digamos, a un lado de comida chatarra en un mercado; el predominio de otros elementos competidores (televisión, radio, Internet, convivencia), o simplemente, la indiferencia.

Pero un detalle que brinda otra explicación, ésta, un tanto más precisa, a la falta de interés en la lectura, es el temor a la soledad, o a encontrarse de repente, de forma casi obligada, con uno mismo y sus pensamientos.

Un sondeo informal acerca de los hábitos de consumo televisivos entre jóvenes de veintitantos años, revela tres objetivos por los cuales se enciende el aparato televisor: entretenimiento, información, y compañía.

Si tomamos en cuenta que según el INEGI, el 96% de la totalidad de las viviendas en la entidad cuenta con una tele, no es complicado inferir la influencia que este medio tiene, en el desenvolvimiento de la vida cotidiana.

El ruido televisivo acompaña, pero para ser más sinceros, ayuda a evadir la realidad, puede convertirse en adictivo, y evita que seamos capaces de pensar en nuestros quehaceres.

Para enfrentarse a un libro, es necesario prestar toda la atención posible, sin distracción alguna, y ahí es cuando comienza un conflicto: Cualquier documento que uno lea, cualquier historia, nos va a remitir a una situación personal agradable o desagradable, y eso es lo que tendemos a evitar.

Solo, sin ruido, únicamente un libro y tú, son pocos pero impactantes ingredientes de un cóctel que suele activar nuestra cadena de pensamientos, y los lleva por diversas veredas, algunas de ellas, que quisiéramos olvidar. Cuando alguien novel toma un libro, y vive una situación similar, inmediatamente lo tira, y corre en busca de compañía.

A menos que exista algo o alguien que le ayude a descubrir que aunque pocos o muchos, los caminos para el mejoramiento del desempeño, atraviesan forzosamente, por el trabajo de reflexión, y que eso, solo puede hacerse de manera individual, sin la ayuda, ni la interferencia de nadie.

jueves, octubre 12, 2006

En busca de la trampa

Resulta evidente que la literatura puede ayudar a quien la lee, aunque sólo sea a un círculo pequeño que está dispuesto de antemano, a prestarle atención; pero al resto ni le viene ni le va.

Sin embargo, el desafío es que esos pocos, sean multiplicadores capaces de compartir esas vivencias lectorales, aunque no necesariamente tenga que ser obligando a la lectura.

Uno de los aspectos que tienden a complicar el acercamiento total entre la producción de los autores literarios, y un segmento del público no acostumbrado a ese tipo de lecturas, es la incapacidad de establecer una comunicación eficaz, producto de la diferencia de contextos.

Me explico: Por lo general, la formación del escritor es -o parece serlo-, sólida en materia de conocimientos formales, pero, además, habría que sumarle un factor complicado de definir, pero que es el que a final de cuentas, marca la pauta y establece una disonancia.

El autor suele escribir sobre la vida cotidiana, pero de tal manera, que al destinatario –con hábitos de lectura o sin ellos- le parece fugazmente familiar: Los mismos ingredientes, pero con una mezcla ajena, carente de identidad; pocos podrían verse retratados en un personaje ficticio de gustos refinados y ‘cultos’, por mas intentos del escritor por crear un alter ego aventurero o pedestre.

Resulta más sencillo o menos complicado, relatar sobre lo que se vive o se conoce, que de aquello sobre lo que se sospecha, o se ha realizado una investigación antropológica. En las primeras páginas de la sorprendente novela de Umberto Eco (‘La misteriosa llama de la reina Loana’), queda claro que el perfil del protagonista es una fotografía del propio autor: ‘….Veo que es usted un lector al día’, le advierten a Yambo Bodoni al realizarle las primeras pruebas médicas, tras salir de un coma.

Además, el estilo para comunicar las ideas, a través de la palabra escrita, suele en ocasiones ser oscuro, a pesar de las múltiples recomendaciones milenarias de utilizar palabras tan claras que sean sencillas de comprender por cualquiera. El mismo Eco, pero en otro libro (‘En qué creen los que no creen?’) deja en claro su posición ante la solicitud del cardenal Carlo Maria Martín, con quien sostuvo un intercambio epistolar, de utilizar palabras más simples, ‘por que algunos lectores se ha quejado conmigo de que nuestros diálogos son demasiados difíciles’:

‘Que aprendan a pensar de manera difícil, porque ni el misterio ni la evidencia, son fáciles’.

En la búsqueda de la trampa que impide el acercamiento de la mayor cantidad de público a los libros, uno puede encontrar diferentes ejemplos de la forma en que un escritor se preocupa más por el círculo que lo rodea, que por el público potencial. Tal vez, la premisa de Eco, expresada con anterioridad, sea la piedra angular de quienes forman parte de ese ambiente.

Augusto Monterroso, le dedica su fábula ‘El mono piensa en ese tema’ a esa fijación en el atractivo que genera conocer las razones que orillan a un escritor a no escribir, ‘o del que se pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose en un lector mecánico de libros….o el del tonto que se cree inteligente y escribe cosas tan inteligentes que los inteligentes se admiran’ (‘La oveja negra y demás fábulas’).

Poco se puede esperar, si la promoción del conocimiento adquirido por medio de la lectura, sigue por la misma ruta; quizá esa sea una tarea para todo aquel ser, preocupado por el bienestar, y no tanto para quien sueña trascender como creador excepcional. Ahí está el desafío.

Por el derecho a no leer

En este espacio se defiende el derecho a no leer, y a ser respetado y valorado por las aportaciones que alguien realiza para el desenvolvimiento armónico de la vida, sea cual sea, la fuente que las nutra.

Para entender algo, para vivirlo y hasta nada más por el placer de disfrutarlo, tomar un libro, leerlo y reflexionarlo puede ser una experiencia enriquecedora, mas no la única.

El humano vió en el libro un elemento para transmitir información, evitando así, que se diluyera con el paso de las generaciones, o que el contenido final, fuera diametralmente opuesto al original, por los agregados o hasta por las malas interpretaciones, y la censura.

Ante la imposibilidad de hacerlo personalmente, una charla trascendente, un descubrimiento resultado de mucho tiempo de investigaciones, o de una observación, merecía y merece ser compartido con gente siempre dispuesta, y que mejor camino que la palabra escrita encerrada en una pasta dura.

Entonces el libro tomó una enorme fuerza. La aportación de Gutenberg, permitió la producción veloz de documentos en los que antes se tardaban años; ese ahorro en tiempo, sirvió para mejorar otros aspectos de la cadena productiva: un libro podía viajar a cualquier parte.

El libro como un maestro que devela caminos no explorados del conocimiento formal, el libro como un amigo que comparte penas, pero también esperanza en la raza humana. Ese amigo, ese profesor desinteresado, ha cambiado de manera paulatina su rostro ante los demás.

Ahora hay que leer para, dizque (contracción de ‘dicen que’), saber mucho, o para ser ‘culto’ y respetado en el mundo global. Estos nuevos maestros, preocupados más por el qué dirán, se han encargado de abrazar al libro como una tabla salvadora, o como reza el dicho popular: como el último refresco en el desierto.

Y en ese ínterin, el resto de los profesores han sido rechazados: Actualmente, ser un observador acucioso del mundo que te rodea, y con la suficiente capacidad de generar aportaciones valiosas para la cotidianidad, carece de reconocimiento; los profesores a la antigüita ya no sirven, pero tampoco los modernos, porque o han sido corrompidos por el poderoso y su afán de tener mas sin importar la calidad, o porque los maestros ‘dignos’ los hacen menos: la televisión, y el internet están siendo subutilizados.

El humano que llevó unos cuantos grados de educación o quien de grande utilizó los servicios de alfabetización, es un cliente potencial de los maestros empacados en forma de libro. Cualquiera que se dé una vuelta por las especiales que ponen algunos supermercados (enormes mesas repletas de libros de todo tipo, a precios bajos) va descubrir lo impensable: decenas de personas ajenas al estándar del establishment cultural, hojeando y luego comprando libros.

Insisto: Es bueno leer, pero no leer también lo es, y debería ser aceptado culturalmente; importa el fin y no tanto los caminos a tomar. Lo que provocan las campañas motivadoras de la lectura, es el ‘efecto glorieta’: todo el mundo les saca la vuelta; si tan solo fueran capaces de mostrar las bondades de las cartas y dejarlas sobre la mesa, habría más de uno que voltearía a verlas.

Una campaña orientadora

Liberar de la carga de tener que leer algo para conseguir un objetivo (cualquier libro a leer, cualquier objetivo a concretar) es el primer paso de una hipotética e ilusa, campaña reguladora de la actividad lectora.

Se trata de cubrir ese enorme nicho conformado por toda aquella persona con habilidad de lectoescritura, sin importar capacidad de consumo, género, edad, pero con el común denominador de no ser considerados como lectores de alto rendimiento.

Definamos como lector de alto rendimiento, aquella persona capaz de leer (y de presumir, por supuesto) un promedio de 40 libros al año, de preferencia literatura clásica, en géneros como novela, poesía, cuentos, narrativa.

El resto de los elementos del conjunto a quienes va dirigida la campaña, incluye aquellos que no han leído un solo libro, pasando por lectores de diarios, revistas, hasta lectores de 5 libros en un periodo de 12 meses, sin tomar en cuenta el género.

De forma tradicional, a la lectura se le ha otorgado un valor redentor de almas descarriadas, se le conoce como la fuente de conocimiento por excelencia, como el único camino para llegar a la verdad y a la vida. Esto, tuvo algo de razón, cuando los medios para comunicar eran limitados en alcance; hoy día, cuando es posible transmitir ideas al momento, a cualquier sitio en el planeta, bien vale la pena cuestionar el valor del libro.

Resulta entendible, que ante la abrumadora presencia de los exagerados hábitos de consumo, que dan como resultado producciones interesadas en obtener ganancias, más que en provocar estadios constructivos en el ser humano, los defensores a ultranza de la cultura, hayan cerrado filas y protegido con su manto, al último resquicio de pureza que permanece en la sociedad moderna.

Pero uno de los problemas, es que se han cerrado tanto, que eliminaron una valiosa opción, dejando fuera a millones de personas, y por si fuera poco, limitando a cuentagotas, el ingreso a ese círculo.

Los amantes de la fina cultura han creado un concepto negativo, a todo contenido que no esté envasado en un volumen de mas de 49 hojas (según la definición de libro dada por la UNESCO) de papel, pergamino, vitela u otro material, cosido o encuadernado.

Este hecho, ha generado que toda producción valiosa por sus propuestas, deba de estar incluida en un libro para, de entrada, recibir la atención de aquellos quienes definen lo que es digno o no, lo cual deriva en dos asuntos: muchos de los trabajos que no corren la suerte de ser publicados en el medio idóneo (el libro, por supuesto) se pierden en el limbo tipográfico, y cuando llegan a aparecer en algún otro medio de comunicación, carecen de reconocimiento y validez.

En toda este galimatías libresco, quien suele perder es el grueso del conjunto de no lectores, primero, por sentir la presión de aspirar a ser un consumado devorador de lecturas culturalmente correctas, y segundo, por no tener la conciencia, de que su trabajo de leer -lo que sea que lea-, le reditúa un valor en el desempeño de su vida.

Una campaña reguladora (u orientadora, para que suene menos represivo y más preciso) tendería a poner en el lugar que le corresponde, a las actividades que hacemos los humanos para nuestro mejoramiento; por lo menos, muy pocos cargarían con culpas relacionadas con el proceso de lectura y verían con otros ojos, todo documento impreso.