Una campaña orientadora
Liberar de la carga de tener que leer algo para conseguir un objetivo (cualquier libro a leer, cualquier objetivo a concretar) es el primer paso de una hipotética e ilusa, campaña reguladora de la actividad lectora.
Se trata de cubrir ese enorme nicho conformado por toda aquella persona con habilidad de lectoescritura, sin importar capacidad de consumo, género, edad, pero con el común denominador de no ser considerados como lectores de alto rendimiento.
Definamos como lector de alto rendimiento, aquella persona capaz de leer (y de presumir, por supuesto) un promedio de 40 libros al año, de preferencia literatura clásica, en géneros como novela, poesía, cuentos, narrativa.
El resto de los elementos del conjunto a quienes va dirigida la campaña, incluye aquellos que no han leído un solo libro, pasando por lectores de diarios, revistas, hasta lectores de 5 libros en un periodo de 12 meses, sin tomar en cuenta el género.
De forma tradicional, a la lectura se le ha otorgado un valor redentor de almas descarriadas, se le conoce como la fuente de conocimiento por excelencia, como el único camino para llegar a la verdad y a la vida. Esto, tuvo algo de razón, cuando los medios para comunicar eran limitados en alcance; hoy día, cuando es posible transmitir ideas al momento, a cualquier sitio en el planeta, bien vale la pena cuestionar el valor del libro.
Resulta entendible, que ante la abrumadora presencia de los exagerados hábitos de consumo, que dan como resultado producciones interesadas en obtener ganancias, más que en provocar estadios constructivos en el ser humano, los defensores a ultranza de la cultura, hayan cerrado filas y protegido con su manto, al último resquicio de pureza que permanece en la sociedad moderna.
Pero uno de los problemas, es que se han cerrado tanto, que eliminaron una valiosa opción, dejando fuera a millones de personas, y por si fuera poco, limitando a cuentagotas, el ingreso a ese círculo.
Los amantes de la fina cultura han creado un concepto negativo, a todo contenido que no esté envasado en un volumen de mas de 49 hojas (según la definición de libro dada por la UNESCO) de papel, pergamino, vitela u otro material, cosido o encuadernado.
Este hecho, ha generado que toda producción valiosa por sus propuestas, deba de estar incluida en un libro para, de entrada, recibir la atención de aquellos quienes definen lo que es digno o no, lo cual deriva en dos asuntos: muchos de los trabajos que no corren la suerte de ser publicados en el medio idóneo (el libro, por supuesto) se pierden en el limbo tipográfico, y cuando llegan a aparecer en algún otro medio de comunicación, carecen de reconocimiento y validez.
En toda este galimatías libresco, quien suele perder es el grueso del conjunto de no lectores, primero, por sentir la presión de aspirar a ser un consumado devorador de lecturas culturalmente correctas, y segundo, por no tener la conciencia, de que su trabajo de leer -lo que sea que lea-, le reditúa un valor en el desempeño de su vida.
Una campaña reguladora (u orientadora, para que suene menos represivo y más preciso) tendería a poner en el lugar que le corresponde, a las actividades que hacemos los humanos para nuestro mejoramiento; por lo menos, muy pocos cargarían con culpas relacionadas con el proceso de lectura y verían con otros ojos, todo documento impreso.
Se trata de cubrir ese enorme nicho conformado por toda aquella persona con habilidad de lectoescritura, sin importar capacidad de consumo, género, edad, pero con el común denominador de no ser considerados como lectores de alto rendimiento.
Definamos como lector de alto rendimiento, aquella persona capaz de leer (y de presumir, por supuesto) un promedio de 40 libros al año, de preferencia literatura clásica, en géneros como novela, poesía, cuentos, narrativa.
El resto de los elementos del conjunto a quienes va dirigida la campaña, incluye aquellos que no han leído un solo libro, pasando por lectores de diarios, revistas, hasta lectores de 5 libros en un periodo de 12 meses, sin tomar en cuenta el género.
De forma tradicional, a la lectura se le ha otorgado un valor redentor de almas descarriadas, se le conoce como la fuente de conocimiento por excelencia, como el único camino para llegar a la verdad y a la vida. Esto, tuvo algo de razón, cuando los medios para comunicar eran limitados en alcance; hoy día, cuando es posible transmitir ideas al momento, a cualquier sitio en el planeta, bien vale la pena cuestionar el valor del libro.
Resulta entendible, que ante la abrumadora presencia de los exagerados hábitos de consumo, que dan como resultado producciones interesadas en obtener ganancias, más que en provocar estadios constructivos en el ser humano, los defensores a ultranza de la cultura, hayan cerrado filas y protegido con su manto, al último resquicio de pureza que permanece en la sociedad moderna.
Pero uno de los problemas, es que se han cerrado tanto, que eliminaron una valiosa opción, dejando fuera a millones de personas, y por si fuera poco, limitando a cuentagotas, el ingreso a ese círculo.
Los amantes de la fina cultura han creado un concepto negativo, a todo contenido que no esté envasado en un volumen de mas de 49 hojas (según la definición de libro dada por la UNESCO) de papel, pergamino, vitela u otro material, cosido o encuadernado.
Este hecho, ha generado que toda producción valiosa por sus propuestas, deba de estar incluida en un libro para, de entrada, recibir la atención de aquellos quienes definen lo que es digno o no, lo cual deriva en dos asuntos: muchos de los trabajos que no corren la suerte de ser publicados en el medio idóneo (el libro, por supuesto) se pierden en el limbo tipográfico, y cuando llegan a aparecer en algún otro medio de comunicación, carecen de reconocimiento y validez.
En toda este galimatías libresco, quien suele perder es el grueso del conjunto de no lectores, primero, por sentir la presión de aspirar a ser un consumado devorador de lecturas culturalmente correctas, y segundo, por no tener la conciencia, de que su trabajo de leer -lo que sea que lea-, le reditúa un valor en el desempeño de su vida.
Una campaña reguladora (u orientadora, para que suene menos represivo y más preciso) tendería a poner en el lugar que le corresponde, a las actividades que hacemos los humanos para nuestro mejoramiento; por lo menos, muy pocos cargarían con culpas relacionadas con el proceso de lectura y verían con otros ojos, todo documento impreso.
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