El origen
En la porfiada y poco eficaz tarea de promover la lectura en la masa, resulta inexplicable la aplicación de acciones sin mucho futuro:
Entrega de libros a usuarios del servicio de transporte colectivo, formar libro-clubes en parques y colonias, e intercambiar títulos en tianguis callejeros, son algunas de las actividades que busca retomar la secretaría de cultura del Distrito Federal, en la capital de México, con la ilusa idea de que en "algunos años realmente se puede pensar en que vamos a cambiar la forma de leer en nuestro país".
Y no es que esas estrategias sean torcidas o fuera de la regla, al contrario, son bien intencionadas pero sin mucho sustento documental sociodemográfico, del comportamiento del público meta.
La falla en la consolidación de esta noble labor a lo largo de los años, tiene como origen, la incompatibilidad de mundos entre promotor, investigador, ‘lector de alto rendimiento’ y el grupo de seres a quienes se pretende convencer.
De acuerdo a los 'estándares culturales', para convertirse en un lector hay que seguir dos caminos, a) Haber nacido prácticamente con un libro en la mano, ser hijo de lectores asiduos, y tener una condición de salud sumamente precaria (de preferencia en la infancia), como para permanecer derribado en una cama con el único deseo de devorar textos ‘bellos’; b) Ser contagiado por alguna de las múltiples ofertas dirigidas por las oficinas gubernamentales, o bien, por la desinteresada labor de los promotores oficiosos. También, dentro de ese grupo de lectores, es posible acomodar a quienes, sin siquiera tener disciplina lectora (algunos investigadores, y profesores universitarios), actúan como si así fuera, por lo tanto, para efectos de lo que aquí se aborda, cuentan como lectores.
Pues bien, ese grupo, no tan enorme (ante la falta de cifras sobre lectores, es imposible determinar con exactitud su tamaño) es el que norma los criterios de lo que debe de hacerse, si lo que se persigue es contagiar de amor a los libros, a millones de seres en cualquier lugar del planeta.
Un conflicto más serio que la incompatibilidad de mundos, es su falta de deseo por involucrarse en el laberinto mental del prójimo, de aquel a quien piensan mejorar. A los lectores formales y sedicentes, les cuesta trabajo aceptar la realidad y quisieran que el resto, pensara como ellos.
Eso por un lado, y por el otro, la presión social de ese conjunto de seres reunidos en una fraternidad mal entendida, impide el surgimiento de propuestas valientes y avezadas, motivo por el cual, en la mayoría de los trabajos de investigación y de reflexión sobre el tema, se puede leer más de lo mismo, mezclado con tímidas sugerencias o cuestionamientos hacia lo que representa un estorbo, eso, en el caso de que el autor muestre una válida inquietud por aportar algo, ya que de lo contrario, se sigue por el mismo camino tan lleno de baches de tanto recorrerlo.
Duele descubrir en el prometedor reporte de una investigación, bajo un título sugerente, un contenido que da indicios de aportaciones distintas, cercanas a la realidad que la mayoría palpamos, para luego, sin remedio alguno, caer en el mismo juego de palabras infalibles: la lectura fortalece, es bella, ayuda a descubrir mundos, te lleva de la mano a universos inexplorados…
Teresa Colomer, en su ponencia ‘¿Quién promociona la lectura?’, leída en el I encuentro de promotores, dentro de la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara, en el 2003, confirma el origen de ese vicio increíblemente repetido hasta nuestra época: Promocionar la lectura de forma elitista.
En la segunda mitad del siglo XX, ‘por primera vez en la historia, unos profesionales al servicio de la lectura tuvieron que inventar prácticas de promoción que atrajeran a los ciudadanos a sus establecimientos. Recurrieron entonces a aquellas actividades que parecían haber funcionado durante siglos en el seno de las familias ilustradas, tales como recomendarse libros o narrar cuentos’.
No es malo –por supuesto- haber comenzado a trabajar de esa forma, lo malo es persistir en la conducta, a pesar de los resultados poco alentadores. Las opciones ‘cultas’ son bastante útiles para impresionar, justificar presupuestos, permanencia de personas, o hasta departamentos completos con todo y colaboradores, pero con poca capacidad para brindar resultados óptimos, fácilmente medibles en la cantidad de libros adquiridos (que no necesariamente leídos).
Tres investigadores venezolanos, en sus ‘Consideraciones pedagógicas para la promoción de la lectura, dentro y fuera de la escuela’, sugieren que debe incluirse como parte del mecanismo para la selección de textos destinados a una biblioteca, ‘estudios sobre los intereses, gustos y necesidades de los estudiantes, así como estadísticas de consulta y sondeos de opinión’ (página 214, Revista de Teoría y Didáctica de las Ciencias Sociales. Mérida, Venezuela, 2005)
Va a ser complicado que los beneficios del conocimiento adquirido vía libros o cualquier otro medio, pueda fluir hacia quien debe de ser, mientras se persista en esas conductas, y mientras las acciones las establezcan unos cuantos, que no conocen, ni quieren conocer, cómo piensan, sienten y viven, unos muchos.
Entrega de libros a usuarios del servicio de transporte colectivo, formar libro-clubes en parques y colonias, e intercambiar títulos en tianguis callejeros, son algunas de las actividades que busca retomar la secretaría de cultura del Distrito Federal, en la capital de México, con la ilusa idea de que en "algunos años realmente se puede pensar en que vamos a cambiar la forma de leer en nuestro país".
Y no es que esas estrategias sean torcidas o fuera de la regla, al contrario, son bien intencionadas pero sin mucho sustento documental sociodemográfico, del comportamiento del público meta.
La falla en la consolidación de esta noble labor a lo largo de los años, tiene como origen, la incompatibilidad de mundos entre promotor, investigador, ‘lector de alto rendimiento’ y el grupo de seres a quienes se pretende convencer.
De acuerdo a los 'estándares culturales', para convertirse en un lector hay que seguir dos caminos, a) Haber nacido prácticamente con un libro en la mano, ser hijo de lectores asiduos, y tener una condición de salud sumamente precaria (de preferencia en la infancia), como para permanecer derribado en una cama con el único deseo de devorar textos ‘bellos’; b) Ser contagiado por alguna de las múltiples ofertas dirigidas por las oficinas gubernamentales, o bien, por la desinteresada labor de los promotores oficiosos. También, dentro de ese grupo de lectores, es posible acomodar a quienes, sin siquiera tener disciplina lectora (algunos investigadores, y profesores universitarios), actúan como si así fuera, por lo tanto, para efectos de lo que aquí se aborda, cuentan como lectores.
Pues bien, ese grupo, no tan enorme (ante la falta de cifras sobre lectores, es imposible determinar con exactitud su tamaño) es el que norma los criterios de lo que debe de hacerse, si lo que se persigue es contagiar de amor a los libros, a millones de seres en cualquier lugar del planeta.
Un conflicto más serio que la incompatibilidad de mundos, es su falta de deseo por involucrarse en el laberinto mental del prójimo, de aquel a quien piensan mejorar. A los lectores formales y sedicentes, les cuesta trabajo aceptar la realidad y quisieran que el resto, pensara como ellos.
Eso por un lado, y por el otro, la presión social de ese conjunto de seres reunidos en una fraternidad mal entendida, impide el surgimiento de propuestas valientes y avezadas, motivo por el cual, en la mayoría de los trabajos de investigación y de reflexión sobre el tema, se puede leer más de lo mismo, mezclado con tímidas sugerencias o cuestionamientos hacia lo que representa un estorbo, eso, en el caso de que el autor muestre una válida inquietud por aportar algo, ya que de lo contrario, se sigue por el mismo camino tan lleno de baches de tanto recorrerlo.
Duele descubrir en el prometedor reporte de una investigación, bajo un título sugerente, un contenido que da indicios de aportaciones distintas, cercanas a la realidad que la mayoría palpamos, para luego, sin remedio alguno, caer en el mismo juego de palabras infalibles: la lectura fortalece, es bella, ayuda a descubrir mundos, te lleva de la mano a universos inexplorados…
Teresa Colomer, en su ponencia ‘¿Quién promociona la lectura?’, leída en el I encuentro de promotores, dentro de la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara, en el 2003, confirma el origen de ese vicio increíblemente repetido hasta nuestra época: Promocionar la lectura de forma elitista.
En la segunda mitad del siglo XX, ‘por primera vez en la historia, unos profesionales al servicio de la lectura tuvieron que inventar prácticas de promoción que atrajeran a los ciudadanos a sus establecimientos. Recurrieron entonces a aquellas actividades que parecían haber funcionado durante siglos en el seno de las familias ilustradas, tales como recomendarse libros o narrar cuentos’.
No es malo –por supuesto- haber comenzado a trabajar de esa forma, lo malo es persistir en la conducta, a pesar de los resultados poco alentadores. Las opciones ‘cultas’ son bastante útiles para impresionar, justificar presupuestos, permanencia de personas, o hasta departamentos completos con todo y colaboradores, pero con poca capacidad para brindar resultados óptimos, fácilmente medibles en la cantidad de libros adquiridos (que no necesariamente leídos).
Tres investigadores venezolanos, en sus ‘Consideraciones pedagógicas para la promoción de la lectura, dentro y fuera de la escuela’, sugieren que debe incluirse como parte del mecanismo para la selección de textos destinados a una biblioteca, ‘estudios sobre los intereses, gustos y necesidades de los estudiantes, así como estadísticas de consulta y sondeos de opinión’ (página 214, Revista de Teoría y Didáctica de las Ciencias Sociales. Mérida, Venezuela, 2005)
Va a ser complicado que los beneficios del conocimiento adquirido vía libros o cualquier otro medio, pueda fluir hacia quien debe de ser, mientras se persista en esas conductas, y mientras las acciones las establezcan unos cuantos, que no conocen, ni quieren conocer, cómo piensan, sienten y viven, unos muchos.
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