El reto de la feria
Un primer reto de toda entidad que genere o sea el canal para distribuir conocimiento útil, es superar el umbral del espacio físico en el que participa.
No resulta complicado predecir que a una feria del libro (y no ‘feria de la lectura’, o ‘feria para descubrir las bondades resultantes de leer, analizar, discutir y, sobre todo, poner en práctica lo leído’) asistirá el ‘público duro’, o dicho de otra forma: los que siempre acuden a este tipo de eventos de corte ‘cultural’.
Aunque también, las ferias de libros logran sostenerse y justificar su presencia, porque existe otro segmento de la población, que sin pretensiones eruditas o ‘cultas’, encuentra en los libros y hasta en las manifestaciones artísticas, la posibilidad de mejoramiento, ya sea para ellos mismos, o para sus familiares directos (hijos, hermanos).
Un segmento más de los asistentes a una feria, lo integran también: 1) Los curiosos –les llama la atención las instalaciones y las facilidades para ingresar, además de contar con tiempo disponible-; 2) Quienes llegan por casualidad –en realidad iban a otros sitio-, y 3) Los acarreados –estudiantes en ‘recorrido turístico’ grupal o individual-. Aquí habría que definir cuántos miembros de esos visitantes, compran un libro, lo leen, lo disfrutan y se convierten en promotores voluntarios oficiosos.
Pero el asunto clave de todo esto, radica en la imposibilidad de encontrar estrategias adecuadas para incrementar el número de ‘nuevos visitantes’, no solo a una feria del libro, sino a toda aquella actividad que tenga el noble fin de buscar el bienestar del prójimo, en específico, cuestiones relacionadas con el aprendizaje.
Por más diseño de tácticas que surjan – en ocasiones con más buenas intenciones que con soporte creativo- el crecimiento en cantidad de beneficiarios, no se dispara como los organizadores lo anhelan con vehemencia, muy a pesar de que lo ofrecido sea, en el papel, de un valor incalculable en pesos y centavos.
La costumbre escolar, fortalecida en la familia, y en la sociedad en general, ha derivado en una creencia y su colateral comportamiento erróneo: Existen sitios que fueron diseñados única y exclusivamente para aprender (o, por lo menos, para escuchar a alguien hablar); todo lo que se ofrezca fuera de esos espacios –en tiempo y forma- jamás recibirá la atención requerida.
Una misma información dicha posterior a las horas de clase, digamos, en el ambiente hogareño, es rechazada por el receptor, a pesar de que el emisor, y el contenido sea el mismo, o hasta mejor. Guste o no, una feria de libros viene siendo, de acuerdo a esa ‘lógica estudiantil’, una extensión de la escuela, solo que en un lugar que no es físicamente el recinto del saber tradicional. Esa es la carga cultural contra la que se debe de remar.
El compromiso de un organizador, es lograr que el receptor potencial (en Mexicali, sólo 17 mil personas del total de mayores de 15 años, no dominan el proceso de lecto-escritura, lo cual quiere decir que el resto está en posibilidades reales de tomar un libro), encuentre algo que lo obligue a posar su vista sobre lo ofrecido, y de ser posible, que actúe en consecuencia; pero para que eso ocurra hay que conocer a detalle quiénes son y cómo piensan. Un arbitrario agrupamiento, de entre el segmento de personas que no asisten a este tipo de eventos, incluiría los siguientes:
a) Aquellos que jamás visitarán una feria [apáticos]; b) Los que no saben que existen ferias de libros; c) Quienes saben pero no se atreven a asistir; d) No saben para que sirven estos actos; e) Saben, pueden asistir, pero se pierden entre la multitud de opciones [tv, cine, internet, ir de fiesta, quedarse a dormir, hacer nada] f) Saben, pueden asistir, pero no le encuentran utilidad práctica. A partir de aquí, comienza el reto.
No resulta complicado predecir que a una feria del libro (y no ‘feria de la lectura’, o ‘feria para descubrir las bondades resultantes de leer, analizar, discutir y, sobre todo, poner en práctica lo leído’) asistirá el ‘público duro’, o dicho de otra forma: los que siempre acuden a este tipo de eventos de corte ‘cultural’.
Aunque también, las ferias de libros logran sostenerse y justificar su presencia, porque existe otro segmento de la población, que sin pretensiones eruditas o ‘cultas’, encuentra en los libros y hasta en las manifestaciones artísticas, la posibilidad de mejoramiento, ya sea para ellos mismos, o para sus familiares directos (hijos, hermanos).
Un segmento más de los asistentes a una feria, lo integran también: 1) Los curiosos –les llama la atención las instalaciones y las facilidades para ingresar, además de contar con tiempo disponible-; 2) Quienes llegan por casualidad –en realidad iban a otros sitio-, y 3) Los acarreados –estudiantes en ‘recorrido turístico’ grupal o individual-. Aquí habría que definir cuántos miembros de esos visitantes, compran un libro, lo leen, lo disfrutan y se convierten en promotores voluntarios oficiosos.
Pero el asunto clave de todo esto, radica en la imposibilidad de encontrar estrategias adecuadas para incrementar el número de ‘nuevos visitantes’, no solo a una feria del libro, sino a toda aquella actividad que tenga el noble fin de buscar el bienestar del prójimo, en específico, cuestiones relacionadas con el aprendizaje.
Por más diseño de tácticas que surjan – en ocasiones con más buenas intenciones que con soporte creativo- el crecimiento en cantidad de beneficiarios, no se dispara como los organizadores lo anhelan con vehemencia, muy a pesar de que lo ofrecido sea, en el papel, de un valor incalculable en pesos y centavos.
La costumbre escolar, fortalecida en la familia, y en la sociedad en general, ha derivado en una creencia y su colateral comportamiento erróneo: Existen sitios que fueron diseñados única y exclusivamente para aprender (o, por lo menos, para escuchar a alguien hablar); todo lo que se ofrezca fuera de esos espacios –en tiempo y forma- jamás recibirá la atención requerida.
Una misma información dicha posterior a las horas de clase, digamos, en el ambiente hogareño, es rechazada por el receptor, a pesar de que el emisor, y el contenido sea el mismo, o hasta mejor. Guste o no, una feria de libros viene siendo, de acuerdo a esa ‘lógica estudiantil’, una extensión de la escuela, solo que en un lugar que no es físicamente el recinto del saber tradicional. Esa es la carga cultural contra la que se debe de remar.
El compromiso de un organizador, es lograr que el receptor potencial (en Mexicali, sólo 17 mil personas del total de mayores de 15 años, no dominan el proceso de lecto-escritura, lo cual quiere decir que el resto está en posibilidades reales de tomar un libro), encuentre algo que lo obligue a posar su vista sobre lo ofrecido, y de ser posible, que actúe en consecuencia; pero para que eso ocurra hay que conocer a detalle quiénes son y cómo piensan. Un arbitrario agrupamiento, de entre el segmento de personas que no asisten a este tipo de eventos, incluiría los siguientes:
a) Aquellos que jamás visitarán una feria [apáticos]; b) Los que no saben que existen ferias de libros; c) Quienes saben pero no se atreven a asistir; d) No saben para que sirven estos actos; e) Saben, pueden asistir, pero se pierden entre la multitud de opciones [tv, cine, internet, ir de fiesta, quedarse a dormir, hacer nada] f) Saben, pueden asistir, pero no le encuentran utilidad práctica. A partir de aquí, comienza el reto.
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